
Tuvieron que pasar unos cuantos centenares de millones de años para que apareciese vida en nuestro joven planeta tras su violenta formación. Sin embargo, en nada se parecía aquella vida a la que hoy nos rodea. No había latidos, ni sexo, ni siquiera muerte. Pasaron dos mil millones más de años hasta el afortunado tropiezo evolutivo que condujo a las células con núcleo, que son las que compartimos con una cebolla, un gato o un champiñón. A pesar de que tras este hallazgo ya podía hablarse de sexo, lo siguió el periodo que se conoce como “los mil millones de años aburridos”. En esta enormidad de tiempo la vida apenas inventó nada… hasta que de repente todo se aceleró, y en el cinematógafo de la evolución empezaron a aparecer formas inéditas. Patas, antenas, ojos, dientes, hojas, huevos, troncos, escamas, flores, placentas, plumas y finalmente, como una rama más del inabarcable árbol de la evolución, el dedo pulgar que nos hace humanos y con el que este momento pulso la barra espaciadora del teclado.
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