
Me mudo por primera vez a un piso, a los 32 años. Hasta ahora solo había vivido en habitaciones y espacios comunes con gentes ajenas, que acabaron siendo familiares. Mi única experiencia real de “hogar” ha sido la casa de mis padres. Ese lugar seguro donde todo huele a limpio y la nevera está llena. Ahora siento el abismo bajo mis pies: un piso vacío, con habitaciones por llenar, con el miedo a elegir mal un mueble —demasiado poco funcional o demasiado poco estético—, con el pánico a los manuales de instrucciones para la lavadora, la secadora… todos esos electrodomésticos supuestamente intuitivos. Me mudo a una cama nueva que, con el tiempo, se convertirá en mi cama. Me asaltan dudas: ¿será cómoda, será buena, la sentiré mía? Además, compartiré este piso con mi pareja de toda la vida. Y conviviremos, por primera vez. Él con sus costumbres, yo con las mías. De pequeña, cuando jugaba a casitas, todo parecía sencillo. Ahora, me parece aterrador. Espero que, con la práctica, aprenda a jugar. Porque, como decía, esto no viene con instrucciones.
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