
Si en el fútbol decidiese únicamente el talento, es decir, el presupuesto —que permite a unos clubes reclutar a los mejores jugadores y a otros no—, el juego perdería toneladas de intriga, que es uno de los elementos determinantes para que miles de traseros ocupen cada fin de semana las gradas de un estadio. El otro es la identidad, el hechizo de efecto perpetuo, como la marmita en la que cayó Obélix, que se produce cuando tu padre te lleva por primera vez a ver jugar al equipo al que serás fiel toda la vida, en la salud y en la enfermedad. Afortunadamente, existe un factor humano o sorpresa —un ídolo con un mal día; un canterano que sale al final de un partido dispuesto a comerse el campo…— que convierte esos 90 minutos en pura expectación, es decir, en emoción. Lo contrario sería como ir a ver una película de suspense titulada El asesino es tal. Nadie querría comprar esa entrada.
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