
Un anuncio clásico de la radio madrileña cantaba: “Los Fernández son muy amables”. Este jueves en El hormiguero daban ganas de cantarlo cuando salieron los Arguiñano, aunque el verso quede descuadrado de sílabas. Si no me decido a titular este artículo por ahí es porque la amabilidad es una virtud que se queda corta en su caso. Amable puede ser un camarero o un conductor de autobús, pero no es un adjetivo que le colocaríamos a un padre o a un amigo íntimo. La simpatía de la gente cercana está hecha de otra sustancia, y los españoles tenemos una relación tan familiar con Karlos Arguiñano que cuesta mucho calificarle. Lleva tanto tiempo entre nosotros que lo damos por hecho y por sabido y le reímos los chistes antes de que los cuente. Y no nos cansamos de él. Ni él de nosotros, que es lo más extraño de todo.
Últimas noticias: la última hora de hoy en EL PAÍS