
La memoria anclada sobre la culpabilidad como identidad de Estado puede derivar en un callejón sin salida en la vida de una nación. Es el caso de Alemania, que afronta desde su identidad el genocidio cometido sobre los judíos europeos y sus repercusiones en las relaciones con el Estado israelí. El nazismo, reconocido como el Mal absoluto, ha hilvanado una forma de culpabilidad de destino en su identidad y, desde luego, una deuda con el mundo judío en general y con Israel en particular. Es una suerte de fatum específicamente germánico, irrevocable e intangible. Pero si la irrevocabilidad de la deuda es una seña distintiva de la grandeza de la Alemania democrática, la intangibilidad, en cambio, condicionada por los avatares de la historia, es mucho más difícil de gestionar. En otras palabras: ¿cómo y qué responder cuando el acreedor de la deuda deviene en vector de un nuevo Mal extremo, aunque no comparable al Holocausto como crimen único e inimaginable?
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