
En la última década, Chile ha sido escenario de numerosos debates tan necesarios como reveladores sobre la eficiencia del Estado y la calidad de los servicios que presta. Aunque diversos en su forma y contenido, todos ellos convergen en una misma inquietud: el aparato estatal ha dejado de ser percibido como un facilitador confiable para convertirse, en el imaginario colectivo, en un laberinto que desgasta, frustra y posterga. Sobran las anécdotas —a veces extremas, pero ilustrativas— que alimentan esta imagen: trámites que se duplican sin razón aparente, competencias superpuestas entre organismos, requisitos poco transparentes, plataformas digitales que simulan eficiencia, pero replican la lógica del papeleo. El resultado es un sistema que promete orden, pero entrega incertidumbre; que debiera ofrecer soluciones, pero parece alejarlas con más burocracia.
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