
Llegué a Formentera, tras la larga travesía de costumbre y la lectura ritual de amplios pasajes del Lord Jim de Conrad a bordo del ferry Ciudad de Barcelona de Transmed, cargado de propósitos y anhelo de aventuras (“multiplicábanse en su mente las ideas de grandes hazañas: sentíase enamorado de ellas y le encantaba el feliz éxito que acompañaba a sus imaginarias proezas; eran lo mejor de su vida, su verdad secreta, su escondida realidad”). Dado que en el viaje había un poco de marejadilla y bastante viento, descarté seguirme paseando por cubierta con mi flamante gorra del Titanic, adquirida en la exposición inmersiva sobre el naufragio: la gente me miraba raro cubierto así y más con Lord Jim, esa apoteosis del hundimiento de un hombre, bajo el brazo. Me pareció en cambio un buen presagio encontrarme ya en el barco una sirena: una pequeña figura mecánica de una ondina rubia de ojos azules y escamas doradas que al darle cuerda movía arriba y abajo la cola para desplazarse en el agua y que me miraba tentadora desde el aparador de la tienda de regalos del ferry; la compré sin dudarlo un momento y la metí en la mochila, ansioso de verla nadar en las prístinas aguas de Formentera.
Nuestra fuente:Cultura en EL PAÍS Publicado para Latino America