
La punta de un pie se cuela in extremis en el ascensor que conduce a la tribuna de la Philippe-Chatrier y la puerta vuelve a abrirse de golpe. De repente, con toda su envergadura, aparece el Conde Drácula, o sea, el todopoderoso empresario y extenista transilvano Ion Tiriac. Enorme, grandes gafas con montura dorada, uno de esos bigotes con barba que nunca auguran un carácter afable. El ex campeón de Roland Garros en dobles, hoy empresario multimillonario, entra en el cubículo y se dirige a su impresionado interlocutor, quizá tomándole por italiano. “Solo ganará si sirve mejor que el viernes”. ¿Quién? “Sinner, señor, por supuesto”. El italiano, un tenista total, no solo hizo eso a la perfección el domingo. Pero el partido, eso no lo sabía ni siquiera Tiriac en ese momento, se iba a disputar en otro territorio.
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