
Una nube asfixiante de religiosidad súbita cubrió al mundo cuando murió el papa Francisco. Incluso ateos, agnósticos y blasfemos cantaron las loas de ese hombre que, al parecer, era un progresista imbatible. Pero todo hay que decirlo: cuando se supo quién lo sucedería, esas mismas voces aseguraron que el nuevo papa continuaría el legado del anterior. Y no se equivocaron. El fin de semana pasado, en una misa celebrada ante 60.000 fieles en el marco del Jubileo de las Familias, León XIV dijo: “La Iglesia nos dice que el mundo de hoy necesita la alianza conyugal para conocer y recibir el amor de Dios, y para superar (…) las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades (…) A ustedes esposos les digo: el matrimonio no es un ideal, sino el modelo del verdadero amor entre el hombre y la mujer: amor total, fiel y fecundo (…) Este amor, al hacerlos una sola carne, los capacita para dar vida”. Cuando era arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio se opuso a la ley de matrimonio igualitario, sancionada en la Argentina en 2010, diciendo: “No se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva al plan de Dios (…) Está en juego la vida de tantos niños que serán discriminados de antemano, privándolos de la maduración humana que Dios quiso se diera con un padre y una madre”. Su sucesor, en efecto, continúa esa línea dejando claro que familia es sólo aquello formado por hombre y por mujer, que las parejas de personas del mismo sexo no son familia sino fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades, que el verdadero amor sólo es posible entre hombres y mujeres y, de paso, dejó un mensaje inquietante para las parejas heterosexuales que no pueden tener hijos, deslizando que debe ser porque no se quieren demasiado, puesto que el amor total, fiel y fecundo debería bastar para que óvulos y espermatozoides se hicieran un festín. Digno sucesor este hombre que, para celebrarla, lo primero que hace es dejar en claro qué cosa es una familia y qué cosa es, para su Iglesia, una aberración.
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