
Hace un par de meses expresé en una comida futbolera unas precauciones para con Lamine Yamal que el tiempo se ha apresurado a desmentirme. Estábamos todos de acuerdo en glosar su calidad, pero a mí se me ocurrió poner una objeción: no le veía mejorar. Le seguía viendo igual de bueno (o buenísimo) que un año atrás. Un 8 sobre 10, por así decir, pero detenido ahí. Ni siquiera, dije, se podía asegurar que hubiera hecho más que algunos compañeros, Raphinha y Pedri ejemplo, para el título de Liga del Barça, entonces inminente. Mi reflexión era que le había llegado todo demasiado fácil, que le faltaba estímulo. Dificultades, desde luego, tuvo en su infancia (ya saben, “después del parque de Mataró no temo a nada”) pero en el fútbol todo ha sido para él coser y cantar. Un elegido en lo físico y en lo técnico, criado en esa insuperable academia de La Masia, debutante en el Barça con 15 años, internacional con 16… Todo por su enorme facilidad natural en el manejo del balón y en el entendimiento del juego. El mundo a sus pies cuando aún no puede sacar el carnet de conducir.
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