
Varias razones explican el hedor irrespirable de la vida pública española. Una de ellas es que han reventado las cañerías del idioma. La fetidez que antes circulaba por la oscuridad subterránea a la que solo se puede descender con mascarillas de oxígeno y equipos adecuados de protección ahora ha salido a cielo abierto. Palabras, insultos, expresiones que parecían confinadas a las barras de bares con televisores y tragaperras a todo volumen, suelos sucios de colillas y cáscaras de gambas, ahora emergen con abundancia amazónica de los colectores inmundos de las redes sociales y llegan a infectar el espacio hasta ahora seguro y aséptico de los telediarios. En su segundo mandato, impulsado por una creciente paranoia, y por ese peculiar resentimiento no del fracasado, sino del que lo ha conseguido todo, el presidente Richard Nixon instaló en su despacho de la Casa Blanca un sistema de grabación en cintas magnetofónicas que se activaba automáticamente con la voz. Nixon era uno de esos hombres temibles que están obsesionados con el lugar que ocuparán en los libros de Historia. Gracias a su obsesión por grabarlo todo, se aseguró desde luego la preeminencia que buscaba, aunque no como un héroe, sino como lo que en realidad era, un canalla, un cínico, un criminal dispuesto a bombardear a centenares de miles de inocentes, un tramposo, un racista obsesivo, tan grosero en su odio contra los judíos y los negros como contra los homosexuales y los disidentes políticos. Con un murmullo sombrío de canalla en una película en blanco y negro, Nixon mostraba en los miles de horas de sus cintas el reverso del personaje que con tanto esfuerzo representaba en público. Que él mismo maquinara tan obsesivamente los medios de su propia caída parece uno de esos efectos de justicia poética que son más frecuentes en la literatura que en la realidad.
Nuestra fuente:EL PAÍS América Colombia: el periódico global… en EL PAÍS Publicado para Colombia