
Las mismas leyes físicas —gracias, Bernoulli—, que permiten volar a un avión que pesa toneladas hacen que un barco, como un niño que empieza a andar, pueda levantarse sobre el mar y, aun sin alas, también volar. Las patas son los foils, y el ala es una vela rígida que transforma el viento en velocidad. Es un motor impulsado por la naturaleza, viento, sol, agua, dice su principal eslogan publicitario, el mismo que continúa definiendo la competición que los agrupa, la SailGP, como la Fórmula 1 del mar. Ninguna de las dos afirmaciones es falsa. Ni tampoco lo sería una tercera no explícita, latente: como en todos los deportes llegados al primer cuarto del siglo XXI, el culto a la tecnología lo engloba todo. El dinero que la alimenta aún no lo genera la propia competición, que está en la fase de crecimiento y de inversiones continuas por parte de sus propietarios para estar siempre a la última, siempre por las nubes.
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