
Cuando empieza el juego, se da el primer paso hacia ese pequeño milagro. Porque cuando los cuerpos comienzan a moverse y la mente se concentra en lo que está sucediendo, aparece una sensación extraña que, en realidad, es básicamente una ausencia de sensaciones. O, al menos, de la constancia de estar sintiendo algo. Todos los sentidos se focalizan en cumplir las normas —que pueden acordarse antes de empezar y cuyo respeto forma parte de la comunidad que crean los participantes— y en competir para ganar. Pero, sobre todo, se juega para lograr la maravillosa experiencia de no estar pensando en nada más, de disfrutar del momento, de alargar todo lo posible la infancia. Se juega individualmente o por equipos. Se juega en la calle, en casa, en la playa o en un descampado. Se juega con una pelota, con un palo o con una piedra. Y, al terminar, sea cual sea el resultado, queda una cierta alegría por haber disfrutado de unos instantes de emoción.
Deportes en EL PAÍS