
El huevo es un cofre, un joyero, un receptáculo sagrado, una promesa. El huevo no viene del supermercado ni del frigorífico, como creen los niños, ni siquiera de la granja, como creemos los adultos. El huevo viene del misterio porque no es posible que un ser tan insignificante, aunque tan admirable, como la gallina sea capaz de fabricar, sin perecer, la cantidad de calcio que contiene su cáscara, por no hablar de las proteínas, la grasa, las vitaminas y los minerales que acopia en su interior. Un huevo es un milagro biológico, además de una obra de arte insuperable que ha inspirado a toda clase de artistas desde hace siglos. Bioarte, podríamos decir. Fabergé se ha forrado copiándolos y eso que los suyos no te los puedes tragar como una ostra ni son capaces de alumbrar un pollo por más que los incubes.
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