
En casi todos los cayucos que llegan, o no llegan, hay hombres y mujeres. Personas que lo han dejado todo por una posibilidad, por mínima que sea. Pero esta vez, la tragedia fue especialmente cruel: murieron exclusivamente mujeres; algunas eran apenas bebés. Y eso me deja sin palabras. Solo siento impotencia y rabia. Porque no es solo la muerte; es el símbolo: mujeres que resistieron días en el mar, que sobrevivieron al hambre, al miedo, al hacinamiento, para morir a pocos metros de la costa, cuando ya podían ver tierra firme. Murieron como vivieron: invisibles. Sin nombre, sin historia. Y no, no debería darnos igual porque estas mujeres no murieron por casualidad. Murieron porque no tienen vías seguras, porque el sistema decide quién tiene derecho a vivir. Lo mínimo que podemos hacer es no callarnos y exigir políticas migratorias más humanas. No podemos resignarnos a que esto siga pasando, ni mirar para otro lado. Una vez más, la violencia y la desigualdad global tienen rostro de mujer.
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