
“Occidente está perdiendo toda su credibilidad al permitir a Israel que haga lo que quiera”. Lo ha dicho el presidente francés, Emmanuel Macron, quien parece ser consciente de que los ciudadanos europeos no entienden por qué sus gobiernos no han reaccionado de manera mucho más enérgica a la tragedia de Gaza. Parte de esa inacción es comprensible por una lógica implacable: Europa no pinta nada en Israel. Allí no es vista como un interlocutor importante. También es explicable por la habitual división europea en cuestiones de política exterior. En el conflicto palestino-israelí existen, al menos, cuatro bloques diferenciados: el ala más crítica, liderada por España y apoyada por Irlanda, que pide el reconocimiento inmediato del Estado Palestino y una suspensión total de la compra y suministro de armas europeas a Israel. En el punto medio, Francia (junto con Reino Unido y Canadá) quienes están criticando duramente al gobierno de Netanyahu, al tiempo que proponen reconocer de inmediato un Estado palestino si se libera a todos los rehenes y Hamas se rinde. Otro bloque, los “amigos” de Netanyahu en Europa, liderados por el húngaro Viktor Orbán, y un cuarto actor, tal vez el más importante, Alemania, para quien la seguridad de Israel es, oficialmente, una “razón de Estado”, una exigencia política indiscutible tras el Holocausto.
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