
Allá, en esa España que denominan vaciada, en aquellos municipios fantasmales y desiertos que cruzas con el coche o divisas en lontananza, hay vecinos que están semanas sin verse. No es por antipatía, sino por no tener donde sentarse, mirarse y hablarse. Porque un bar, en el medio rural, deja de ser un mero dispensador de cafés o cañas, para mudar en un espacio de cháchara, debate, risa o llanto. Es el corazón y, cuando se para, el pueblo muere.
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