
Un niño descalzo toca su violín en la penumbra del atardecer en la nave de la iglesia del caserío de Las Maderas, sobrevolada por los murciélagos. Tiene ocho años. Por la puerta mayor entra a ráfagas el viento de los llanos arrastrando briznas secas que vuelan como alfileres de oro hasta el altar apenas alumbrado por los pabilos de cera de Castilla. Una tropa de músicos forasteros llega a trote lento hasta la plaza donde sólo crece el monte en matojos, y subyugados por aquel violín solitario van apeándose de sus humildes cabalgaduras para entrar uno a uno a la iglesia.
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