
Desde el estreno de Sexo en Nueva York el 6 de junio de 1998, la protagonista de la serie, Carrie Bradshaw, se convirtió en una reina de estilo: el tutú con el que aparece en los créditos —que costó cinco dólares y se subastó por 40.000—, el naked dress minimalista, el vestido estampado de periódico de John Galliano para Dior o el blanco lencero ceñido a su silueta, su maxifalda violeta combinada con una camiseta negra con la frase J’adore Dior serigrafiada; sin olvidar el vestido de novia de Vivienne Westwood ni los imprescindibles tacones de Manolo Blahnik, básicos en las seis temporadas de la serie y en las dos películas. Estos outfits, y muchos otros, de la columnista neoyorquina eran el fetiche y el objeto de deseo de la mayoría de las espectadoras de la ficción. El armario de Bradshaw era una fantasía, un producto ficticio inalcanzable. Pero no para Sarah Jessica Parker, quien lleva interpretando a este personaje más de tres décadas. La actriz tiene una cláusula en su contrato donde se especifica que ella conservará cada prenda del vestuario de su alter ego.
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