
La protesta la lanza mi hijo pequeño, de 10 años, la undécima vez que los aficionados se ponen en pie al pasar el balón cerca de la banda: “¡No veo nada, aita!”. Nos encontramos en una de las tribunas laterales de San Mamés, casi a la altura de una de las porterías. Un lugar perfecto para detectar fueras de juego en el área, a no ser por la insistencia de los aficionados del Tottenham en brincar de sus asientos en cuanto el balón se acerca a nuestra zona o una de las porterías. No solo estamos atendiendo a la final europea más aburrida de la década, sino que cada vez que parece que hay una pequeña probabilidad de que acontezca algo en el terreno de juego, lo que sea, un muro humano se alza ante mi hijo, que le impide ver nada, que le impide ver la nada. Nos sentimos, mi hijo y yo, mendigos del fútbol, como se decía Galeano, rogando por favor a los jugadores por una mínima jugadita, una gambeta, acaso, si no es mucho pedir, un golito.
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